domingo, 19 de abril de 2015

Narcótico

Había vivido una especie de letargo mental que me había impedido recuperar parte de lo que consideraba mío y había decidido esconderse para no seguir siendo herido. Cuando murió marzo, un impulso recorrió mis entrañas y se fundió con la fugacidad de un momento que había imaginado imposible.

Ella, como no podía ser de otra manera, me esperaba con los pies cruzados, bajo mi impuntualidad, sentada en un banco. Con una imagen primaveral, y una primera impresión que reafirmaba mi curiosidad,  paseamos, hablamos, reímos y los compromisos más banales apartamos.

Empezaba a fascinarme la facilidad con la que olvidamos los almuerzos y cenas canceladas, los cumpleaños solitarios o las numerosas rosas enviadas e injustificadas. En ese momento el tiempo se dinamitaba y el agua parecía caer más despacio de las fuentes. El aire fresco limpiaba los pulmones de la ciudad y los pájaros saludaban desde las copas de los fresnos.

Entre la sed que nos recorría y el sol abrasador, recostados en un montículo de hierba húmeda, decidimos que era el momento de repasar meticulosamente nuestras lecciones de vida. Una experiencia tras otra culminaba una historia apasionante y la emoción de un beso instantáneo me golpeaba con fuerza.

Los ritmos caribeños, a modo de timbales y percusión, nos sumieron en un estado narcótico que duró varias horas. Así, con los ojos cerrados interrumpidos por miradas pasajeras, aprendí que hay emociones que no tienen límite y que cuanto más profundo buscas una respuesta, más desconcertante puede parecer la explicación.


Dejé de pensar y volví a mirar sus rasgos amables.
Una cometa nos sobrevoló.

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Ecos del pasado