Había vivido una especie de letargo
mental que me había impedido recuperar parte de lo que consideraba mío y había
decidido esconderse para no seguir siendo herido. Cuando murió marzo, un
impulso recorrió mis entrañas y se fundió con la fugacidad de un momento que
había imaginado imposible.
Ella, como no podía ser de otra
manera, me esperaba con los pies cruzados, bajo mi impuntualidad, sentada en un
banco. Con una imagen primaveral, y una primera impresión que reafirmaba mi
curiosidad, paseamos, hablamos, reímos y
los compromisos más banales apartamos.
Empezaba a fascinarme la facilidad con
la que olvidamos los almuerzos y cenas canceladas, los cumpleaños solitarios o
las numerosas rosas enviadas e injustificadas. En ese momento el tiempo se
dinamitaba y el agua parecía caer más despacio de las fuentes. El aire fresco
limpiaba los pulmones de la ciudad y los pájaros saludaban desde las copas de
los fresnos.
Entre la sed que nos recorría y el sol
abrasador, recostados en un montículo de hierba húmeda, decidimos que era el
momento de repasar meticulosamente nuestras lecciones de vida. Una experiencia
tras otra culminaba una historia apasionante y la emoción de un beso
instantáneo me golpeaba con fuerza.
Los ritmos caribeños, a modo de
timbales y percusión, nos sumieron en un estado narcótico que duró varias horas.
Así, con los ojos cerrados interrumpidos por miradas pasajeras, aprendí que hay
emociones que no tienen límite y que cuanto más profundo buscas una respuesta, más
desconcertante puede parecer la explicación.
Dejé de pensar y volví a mirar sus
rasgos amables.
Una cometa nos sobrevoló.
Una cometa nos sobrevoló.