miércoles, 6 de mayo de 2015

Ártico

Decidí entrar en ese vagón como si fuera un acto reflejo.
Mentiría si dijera que fue un hecho totalmente premeditado, porque no lo fue. Volvió esa sensación de seguridad ante lo incierto y decisión ante lo efímero. Como si no fuera consciente de qué es lo que aguardaba en mi destino, salvo una sonrisa y un beso suplicando una disculpa.

A partir de ese momento, todo parecía precipitarse hacia un vacío que me llenaba por completo. Un paseo que no necesitaba ni conversaciones, ni silencios. Rodeado de un espectáculo arquitectónico, acabé recostado sobre la pieza más vanguardista. Seguí sus curvas como una hoja de ruta, deseando llegar el momento de perderme y prescindir de esa referencia. Su piel de canela y sus ojos, dos centellas, me dejaron adormecido bajo la tenue luz de una llama, atrapada en cera, que luchaba por escapar hacia el cielo.

Comprobé cómo se quemaban mis entrañas ante tu insistencia. Sin querer dejar tus labios, afincando residencia, cerré los ojos, desesperado, esperando a que mis pulmones respiraran. Las mañanas amanecían terminando; las tardes salpicadas por el olor a hierba y  el desgarro de un saxo; las noches se eternizaban imaginando un vals entre tus brazos.

Acabé fulminado. El calor de tu cuerpo terminó por hacerme viajar al Círculo Polar, vencer el frío, y derretir el Ártico.