Así es como se llenó la cabeza
de sueños profundos y sensaciones, de cometas voladas sin cuerda , viajes
espaciales y futuribles. Todo lo que había imaginado quería tenerlo y lo
acariciaba con la punta de los dedos, pero siempre volaba ese perfume lejos de
su alcance y él debía aceptarlo porque nunca firmaba contratos, ni era
propietario de esas ilusiones.
Ese querer y no poder, o esa
insistencia enfermiza por buscar los
retos más difíciles lo convirtieron en un experto pedagogo. Bueno en la
retórica y en la expresión, comprensivo y empático, pero a su vez cautivo de
sus experiencias. Incapaz de aceptar con naturalidad el abandono o la derrota
para reconducirla a un nuevo compartimento marchito del corazón.
Y es que vivía a base de
fugacidades, como si fuera a explotarle en la mano esa válvula de la vida que
no le dejaba descansar con su imperioso latido. Era un termómetro de las emociones,
capaz de hacerle sudar para recordar o enfriar para olvidar una respuesta de
esa boca consentida.
Vaya sabio. Vaya maestro del
fracaso. Sabía desentrañar con excelencia lo ajeno, pero acababa
desesperado con su propia vida. Sentía en su piel esa debilidad de aquel que
protege una fiera que no lo necesita, y
por ello pensaba que los bozales no eran necesarios pese a acabar con el alma desgajada
a dentelladas.
Mantiene las heridas, aunque poco a poco cicatricen, pero la mirada oscura de esa bestia sigue persiguiéndole en sus pesadillas. Y sus sentencias desaforadas caen resbalando por sus mejillas y su pecho como una bomba de relojería, a punto de estallar en el momento en que cierre los ojos y acepte que ella renunció a lo que él más añoraba.