Desde
el viejo faro apagado casi no se escuchaba nada. Sólo un suspiro de lluvia y un rugir de
bestia que se atenuaba cada vez que la espuma salpicaba las piedras, caídas, de
los acantilados.
Era
el mes de febrero. La noche cubría el cielo y la mitología celestial quedaba
atrapada bajo un manto de nubes que aclaraba la oscuridad con un gris
tormentoso.
Habían
caído unas gotas por la tarde y todo estaba mojado. Nos habíamos precipitado a ese rincón de la bahía
buscando un cobijo, aprovechando que yo ya conocía la vieja puerta de madera,
de la parte de atrás, que siempre quedaba abierta.
Estábamos
solos. Me quité el abrigo, los zapatos, los calcetines, y así, hasta quedarme
en lo mínimo exigible. Me cubrí con una manta. Ella hizo lo mismo. Estábamos
empapados, y nos vimos en una situación grotesca y entrañable.
Tapados
con ese grueso testimonio de lana, lejos del puerto y sin esperanza de que
amainara, decidí mirar su silueta entre las sombras. Apretabas tu pelo para
liberarlo del agua con cuidado de que la manta no se te escurriera. Qué
inocente parecías.
Te
observaba fijamente. Estudiándote. Queriendo decirte tantas cosas innecesarias.
Temblabas de frío y te recostaste para apoyarte en mis rodillas. Así era más fácil ver la forma de tus pómulos, ligeramente preocupados, o la silueta de tus labios, aún mojados.
Temblabas de frío y te recostaste para apoyarte en mis rodillas. Así era más fácil ver la forma de tus pómulos, ligeramente preocupados, o la silueta de tus labios, aún mojados.
Tú me
miraste, y sonreíste por la estupidez de las casualidades. Tenías una mirada
profunda, que envidiaba y deseaba saber qué es lo que quería decirme. Yo no
podía hablar esa noche, ni quería entender lo que decías. Sólo podía mirarte.
Te
incorporaste y tu frente se apoyó sobre la mía. Un calor frío me estremeció y me
recorrió súbitamente. Parecía que el oxígeno desaparecía. Yo sólo cerré los
ojos, tú sólo suspiraste.