Abrió las puertas y cogió mi mano.
Sentía frío, menos por la parte que la tocaba.
Un tímido chispeteo empezó a golpear las ventanas cuando ella me dejó sobre la cama.
Quise tranquilizarme y ordenar mis ideas, pero una irrevocable pasión, fruto del diablo, empezaba a apoderarse de mí.
Gabrielle entró a una alcoba auxiliar a cambiar sus ropas, aunque ni siquiera se molestó en ello, simplemente se las quitó. Semidesnuda, se acercó, y con sus movimientos perfectos y calculados, me inundó en un éxtasis que con palabras no podría explicar.
Ella era lo que me faltaba y añoraba, mi razón de ser.
Un ruido se oyó en el piso de abajo, alguien acaba de llegar. Gabrielle, asustada, abrió sus ojos lo más que pudo, sus hermosos ojos miel, y me suplicó que me fuera, por lo que más quisiera.
La miré, me miró y dijo: “Volveré a verte, te escribiré, pero no vuelvas aún”. Me tendió la mano y dejó caer sobre la mía lo que podría ser un frasco. Apresurado, aproveché mi agilidad para saltar al árbol que daba a la ventana de su alcoba. Cerró la ventana y me apresuré a huir de aquel lugar.
Mojado llegué a casa, cerré los ojos y grité todo lo que pude. Me sentía impotente. Más bien, no me sentía.
Esperé sus cartas, pero nunca llegaron, esperé señales, pero nunca existieron.
Mi mente, como la de un hombre encantado, no sabía pensar en otra cosa. Ella ocupaba mis sueños, mi realidad y mi sufrimiento.
Esa misma mañana dijeron que su marido, en un ataque de cólera le había disparado. Y acabado con toda posibilidad de supervivencia. Contaron, que un transeunte vio una sombra en el árbol cercano al caserón ,que huía del lugar justo después de llegar el Señor de la casa. Éste habría sido avisado y decidiría acabar con aquella traición.
A mí, me pesaba la existencia sin ella. Más sabiendo que yo fui aquella sombra que la delató. ¿Qué razón me sostenía aún a la vida?
Pasé tantas noches oliendo aquel perfume que mi olfato no reconocía otras fragancias.
Pasé tantas noches comiendo rosas, la flor que más le gustaba, que perdí todo el apetito.
Me sentía demacrado, envejecido, raído por el tiempo y frío. Pobre en carnes y con aliento de muerte.
Esa noche, tras no haber hayado calma en mi mente dormida y tras haber bebido de la última gota de aquel olor celestial, decidí, que mi vida, poco más podía valer.
Pude escribir temblorosamente en mi desidia: “ Si no es en vida, será en muerte, pero juntos hemos de vivir”.
Con sutileza, con honor, y temperamento, observé a la muerte cara a cara. Me envenené de sus palabras y la acompañé, en un trago, que me convulsionó hasta que sus sonrisa encontré entre las más oscuras tinieblas, tinieblas, que nunca antes me había osado a mirar y que con ella, sólo en una cosa se convertirán, sólo, en luz celestial.