Apenas había pasado algo más de una semana cuando ahora todos (o casi) nos volveríamos a ver. Yo estaba en mi casa descansando de el anterior viaje y ya me encontraba con otro nuevo.
Odio los viajes, quien me conoce lo sabe. Son largos, pesados, aburridos y cansados. Sí, claro, puedes ir escuchando música, sí, también, puedes ir mirando el pasaje o las nubes, por supuesto, dormirte un poco también puedes, pero yo soy más de los teletransportes, de los chasquidos de dedos, las apariciones, los transportadores interdimensionales o los “polvos flu”.
En avión lo paso un poco mal. Me mareo fácilmente (nunca miro por la ventana), me cuesta concentrarme o si no, me recuerda a tantos accidentes que he visto en las producciones de Spielberg, cuando no al accidente del vuelo 815 de Oceanic con destino a Australia, a serpientes asesinas en el avión, a aterrizajes forzosos realizados por actores- pasajeros, a las caídas con las máscaras de oxígeno, las alarmas y las luces parpadeantes… No, definitivamente, el avión no es lo que más me apasione. Aunque he de reconocer que me quedaría con dos cosas del avión. La primera el baño con su sistema de succión, me quedé pasmado cuando comprobé, personalmente, como funcionaba. La segunda, las azafatas, ni os imagináis lo divertido que me resulta ver cómo se tiene que inflar el chaleco o cómo se debe abrochar el cinturón de seguridad. Son buenas, muy buenas.
El tren es un muy buen transporte para mí. Cómodo (siempre y cuando no viaje de espaldas, en ese caso no sé si lo soportaría), tranquilo, rápido. Suman además los famosos auriculares que te ofrecen en cada trayecto y, por supuesto, los canales de naturaleza y música clásica que puedes escuchar desde tu asiento. Quizá pueda ser algo molesto el sonido de las puertas abriéndose y cerrandose constantemente, como consecuencia de los deambulantes pasajeros que tienen una urgencia, ya sea alimenticia o urinaria. El bagón restaurante es algo estrecho, pero venden cosas de “Comercio justo” y además, es todo ventanas, y en mis viajes a la capital, da gusto poder mirar tan claramente las extensas llanuras solitarias y soleadas de tierras de hidalgos y caballeros.
Me reservo de comentar el barco, porque, aunque nunca haya viajado en él, estoy seguro no, segurísimo, de que me marearía, puestos a que yo no puedo dar más de dos giros sobre mi propio eje debido a mi frágil sentido de la orientación y la realidad. No desmiento que no pueda ser precioso estar rodeado de mar por todas partes, y ver amanecer o anochecer sin más remedio por la proa, por la popa, por estribor o por babor. Si pudiera evitarlo sí, evitaría el barco.
El coche es lo más accesible a simple vista, es donde más cómodo estás. Lo haces tuyo, al menos el asiento que te corresponde. Está bien almohadillado, puedes descalzarte en él, dormir sin reparo, comer, hablar, observar…Siempre todo queda en familia.
Los viajes más largos he solido hacerlos en coche, aunque este año la estadística se ha roto un poco, bueno, hace 5 o 6 años la rompió el avión, pero exceptuémoslo.
Mi coche es un verdadero veterano de guerra, ruge como un abuelete, a veces enferma un poco, como los ancianos, pero con un poquito de cuidado se queda como nuevo. Como toda persona mayor, tiene cositas que ya no funcionan tan bien como antes, como es el caso de la radio o de los pestillos de seguridad, pero él es un valiente y nos da razones para que sigamos confiando en él. Sí, cuando compremos uno nuevo no va a ser lo mismo. Cuando vengan a recogerme, cuando lo vea aparcado o en el sótano no sé si lo podré reconocer como mío.
Como antes había dicho, últimamente me estoy “aficionando” a otro transporte. Lo comparto con desconocidos y con amigos y no reparo en su uso cuando tengo qu desplazarme por las mañanas. En efecto, hablo del autobús.
Lo necesité para todos y cada uno de mis viajes de fin de curso y de estudios, lo necesité para todos y cada uno de mis viajes con la federación de estudiantes, FEMAE, (¿recordáis?), lo necesité y lo necesito para moverme de aquí para allá y lo necesitaré para empezar con mis estudios de Historia en la Universidad. (Menudo año me espera de autobús…espero no cansarme demasiado pronto)
Exactamente fueron 11h lo que tardamos en ir a Cáceres hace unos días en uno de estos encuentros que hacemos a veces, y vamos, es un no saber cómo ponerse cómodo: se te duermen las piernas, si te duermes corres el riego de que te hagan cualquier cosa cuando no fotos con la boca abierta y babeando, no puedes levantarte para ir a hablar con uno, estar con el otro, o escuchar música de la otra, no, porque nos obligaron ir con el cinturón (Algo que vi muy bien y que, a pesar de lo que conllevaba, acepté con agrado.).
Claro, tantas horas allí sentado era algo casi psicológico, porque cuando parábamos a descansar, listos de nosotros que nos sentábamos en alguna silla, en algunas escaleras o en el suelo. Mira que después iríamos a estar otras 3 horas, al menos, sentados.
Pero el balance fue fantástico tanto en la ida como en la vuelta. De la primera me acuerdo menos, pero me gusta estar con la chica del piano, escuchar a sus compositores y pensar que algún día, muy lejano, podré superarla. La vuelta fue entretenida y rápida gracias a la agricultora neoyorquina (supongo que también os pasará, pero siempre se hacen mucho menos pesadas) casi no callamos y cuando lo hicimos fue para escuchar “Every breath you take”, seguida de otra de Matt and Kim, unas pocas de los Beatles, pasando por Keane, Coldplay y Secondhand Serenade. Era curioso estar consciente escuchando una de las canciones de estos grupos y despertar al poco tiempo escuchando otra. Pasamos todo el viaje de vuelta pegando cabezaditas, pero, cualquiera diría que pasamos 9 horas sentados en 1 metro cuadrado.