Nuestra vida
ha estado siempre llena de interrogantes. Nunca hemos tenido nada claro, salvo
que éramos inseparables.
Desde jóvenes estuvimos ligados en nuestro destino. Tú te fijaste en mí y yo ni
siquiera podía verte y ahora, incluso cuando cierro los ojos, soy
incapaz de dejarte marchar.
Nuestra primera casa se situó en las montañas. Ambos adoramos el frío, quizá yo
tenga una mayor debilidad por la lluvia, pero tú la tenías por las velas
perfumadas y las cabañas de madera.
Así pues, entre árboles y humedad aprendimos a enamorarnos. Respirábamos
vainilla, incienso y canela e incluso escuchamos acordes de guitarra mientras
mirábamos cómo el tiempo y las gotas pasaban por la ventana
Vivíamos sin preocupaciones, sin obligaciones, solos tú y yo.
Nos rendíamos a nuestros instintos una y otra vez y las velas se apagaban con
nosotros, al amanecer.
Dormíamos acalorados, no queríamos separarnos el uno del otro y despertábamos
con hambre de besos y galletas de chocolate. Paseábamos descalzos sobre el
parquet y desprovistos de rencor y odio.
Nos queríamos, nos amábamos. Nos fundíamos en noches interminables rodeados de
tumbas. Tumbas de luciérnagas.
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Ecos del pasado