Decidí entrar en ese vagón como si fuera un acto reflejo.
Mentiría si dijera que fue un hecho
totalmente premeditado, porque no lo fue. Volvió esa sensación de seguridad
ante lo incierto y decisión ante lo efímero. Como si no fuera consciente de qué
es lo que aguardaba en mi destino, salvo una sonrisa y un beso suplicando una
disculpa.
A partir de ese momento, todo parecía
precipitarse hacia un vacío que me llenaba por completo. Un paseo que no
necesitaba ni conversaciones, ni silencios. Rodeado de un espectáculo
arquitectónico, acabé recostado sobre la pieza más vanguardista. Seguí sus
curvas como una hoja de ruta, deseando llegar el momento de perderme y
prescindir de esa referencia. Su piel de canela y sus ojos, dos centellas, me
dejaron adormecido bajo la tenue luz de una llama, atrapada en cera, que
luchaba por escapar hacia el cielo.
Comprobé cómo se quemaban mis entrañas
ante tu insistencia. Sin querer dejar tus labios, afincando residencia, cerré
los ojos, desesperado, esperando a que mis pulmones respiraran. Las mañanas
amanecían terminando; las tardes salpicadas por el olor a hierba y el desgarro de un saxo; las noches se
eternizaban imaginando un vals entre tus brazos.
Acabé fulminado. El calor de tu cuerpo
terminó por hacerme viajar al Círculo Polar, vencer el frío, y derretir el
Ártico.